La inexplicable y consolidada unión entre el flamenco y Japón

Cartel Japones de Flamenco

La leyenda del tiempo, la película, no el álbum, comienza con una japonesa alucinada viendo vídeos de flamenco en su casa. La chica se llama Makiko, y al poco tiempo coge un vuelo a España, concretamente a San Fernando (Cádiz), para aprender a cantar flamenco con el hermano de Camarón de la Isla. Por rocambolesco que parezca, la cinta de Isaki Lacuesta refleja el viaje que han hecho centenares de japoneses a España durante los últimos 50 años. Algunos sin ni siquiera hablar español, cogían un avión para llegar a 10.000 kilómetros de su casa, para vivir y aprender ellos mismos, de primera mano, algo tan complejo y a priori tan opuesto culturalmente a ellos como el flamenco.

Y desde los años 60 hasta hoy han pasado de curiosos a aficionados, y de aficionados, a profesionales. Incluso a ser competencia de los españoles. Como escribe el periodista David López Canales en su libro sobre este tema, Un tablao en otro mundo: “Los guitarristas y bailaores (bueno, sobre todo bailaoras) durante décadas han aprendido y se han esforzado hasta colocar el flamenco en Japón en un nivel que muchos artistas españoles, como confiesan, ven similar ya al de España”. Según los datos que recoge este ensayo, en 2020 había en Japón 500 academias de flamenco y 80.000 japoneses aprenden flamenco, en su mayoría mujeres.

Un tablao en Tokio

La historia empieza hace casi un siglo: en 1929, La Argentina llega a Tokio con su gira internacional de “El amor brujo”. Tres años después, la primera guitarra española sonó en manos de Carlos Montoya acompañando a Teresina Boronat en 1932. Y 23 años más tarde, después de un parón en el país por la Segunda Guerra Mundial, Rafael Romero ‘el Gallina’, natural de Andújar (Jaén), se convirtió en el primer cantaor en soltar un quejío en aquellas tierras lejanas en un mini gira organizada por el Gobierno español como un acto diplomático. Según contó su hijo para la revista Carta de España, unos japoneses le vieron cantar en el tablao Zambra (uno de los primeros que abrió en Madrid) y le contrataron para llevarlo a su país.

Aquella fue la primera pequeña semilla, pero el verdadero shock para el público japonés llegó con la gira de Antonio Gades y Pilar López en 1960 y la figura de Carmen Amaya a través de la película Tarantos (1963). Y en 1967, en un país que se desarrollaba económicamente tras la postguerra y se abría a las influencias extranjeras, abrió El Flamenco, el tablao más mítico de Tokio, que se mantuvo abierto hasta 2016. Allí llegaron el cantaor el Portugués y los matrimonios formados por el tocaor Pepe Habichuela y la bailaora Amparo Bengala, y el cantaor El Chato y la bailaora La Tati. Descubrieron la comunidad flamenca que se iba formando en Tokio, centralizada en Casa Nana, un bar minúsculo que funciona aún a día de hoy donde se juntaban y se juntan los flamencos.

Poco después el bailaor Manolete llegó al tablao Madrid de Osaka. Después aterrizó en el país asiático el bailaor Tomás de Madrid, uno de los que más trabajó en El Flamenco, y que además encontró la seriedad y la libertad creativa que echaba de menos en España para crear sus espectáculos, con los que giró por Japón acompañado por bailaores japoneses durante los 80 y 90. También desembarcó allí uno de los mayores responsables de la internacionalización del flamenco del siglo pasado, Paco de Lucía.

En el 92, la atracción de los extranjeros por España aumentó gracias a la Expo de Sevilla y los Juegos Olímpicos de Barcelona. Y el intercambio de flamencos de aquí y de allá entre Japón y España ya no paró. Dejó de ser un hobbie de unos pocos y se convirtió en una pequeña industria, impulsada por figuras como Teruo Kabaya, que fundó la empresa Iberia dedicada a organizar eventos, abrir escuelas, y vender zapatos y castañuelas. Algunos españoles se acabaron quedando por temporadas largas, abriendo academias, o instalándose definitivamente, casados con japonesas, como el cantaor Enrique Heredia o los tocaores Emilio Maya y Carlos Pardo.

Japoneses en España

El motivo del matrimonio entre Japón y el flamenco sigue siendo un misterio. Según apunta López Canales, a los japoneses les atrae la profundidad y la tragedia, presente en el kabuki y en el teatro Nō, artes de la tradición japones. Paco Espínola, escritor y productor, investigó esta relación lírica entre el flamenco y la tradición flamenca en su libro Japón Jondo, en el que expone las similitudes entre las letras flamencas y la poesía antigua japonesa. Pero la incógnita sigue sin despejarse: “Es casi imposible comprender cómo entienden lo nuestro tan lejos”, en palabras del cantaor y bailaor Enrique Pantoja.

Pero así ha sido, y el intercambio, claro, fue bidireccional. Los flamencos viajaban a Japón principalmente porque ganaban más allí, y los japoneses se trasladaban a España (principalmente a Madrid y a Sevilla) para aprender el arte jondo en el lugar donde se creó. En los 60 llegaron a España las bailaoras Yasuko Nagamine, que consiguió bailar en el fin de fiesta del Corral de la Morería, y Yoko Komatsubara, considerada la mejor bailaora japonesa de la historia. En Sevilla, uno de sus primeros trabajos fue en el tablao Los Gallos, donde también actuó el bailaor Shoji Kojima.

Shoji se instaló en Madrid y dio clases en Amor de Dios con Tomás de Madrid. José María Íñigo lo sacó en televisión y le empezaron a llover las ofertas. De vuelta en Japón en los años 80, hizo una gira y abrió su escuela. Allí sigue, con 85 años, sobre los escenarios como bailaor flamenco en su país de origen, a donde habitualmente lleva desde hace 30 años al tocaor barcelonés Chicuelo. En diciembre viajó allí con su hijo Diego de Chicuelo, también tocaor, y artista del Tablao de Carmen.

“Me hizo mucha ilusión, porque es la primera vez que trabajaba con él y mi padre le tiene mucha admiración y respeto”, cuenta Diego. “Los japoneses le tienen mucho respeto al flamenco, mucho”, observa tras su primera experiencia allí. “No, no hay un nivel como el de España, porque no hay ningún país que tenga el nivel que hay aquí, claro”. Además, puntualiza, los españoles son más espontáneos, más intuitivos, y allí más técnicos, más cuadriculados. “Aquí a veces no sabemos ni cómo lo hemos aprendido porque lo hemos aprendido en las fiestas, en la casa. Allí tienen que echarle muchas horas y muchas clases, no 

 es de forma natural, es de forma aprendida, pero no por eso tiene menos mérito”, explica.

“Cuando bailo no sé de dónde soy”

Otro de los habituales en el país del sol naciente es el tocaor Juan Manuel Cañizares. Llegó a Japón a finales del siglo pasado con las giras de Paco de Lucía,  y afianzó su relación con el país cuando se casó con la japonesa Mariko Ogura, hispanista y flamencóloga, que actualmente se encuentra investigando la historia del flamenco en Japón. 

En su último viaje, Cañizares ha ofrecido cuatro conciertos en Tokio y Osaka, acompañado de artistas locales. Han sido un éxito, según relata el corresponsal de El País en la capital japonesa, Gonzalo Robledo. El reportero también es testigo de los avances de uno de los mayores desafíos para el flamenco japonés: el cante. En la reunión anual de la Asociación Japonesa de Flamenco en Tokio se presentan decenas de cantaores y cantaoras nipones. “El creciente número de japoneses que se atreven con los melismas, los quejíos y el compás del cante jondo desafía la muy difundida idea de que el flamenco en Japón es, sobre todo, un baile que antepone la técnica a los sentimientos”, escribía el periodista.

El flamenco japonés no deja de crecer, y el verano pasado, en el Festival de Cante de Las Minas de La Unión (Murcia), el arte jondo nipón llegó a una de las cumbres españolas: la bailaora nipona La Yunko ganó el prestigioso premio Desplante. Era la primera vez que no ganaba alguien español, y despertó la polémica: los aficionados presentes en el evento, incluso, abuchearon al jurado. La Yunko, que vive y trabaja en Sevilla desde 2002, declaró a El País al día siguiente: “Es que cuando bailo yo no sé de dónde soy, si soy de Japón o de cualquier lugar, yo bailo y ya está”.